viernes, 4 de marzo de 2016

Cesantes


Ya escribí sobre esto en otra ocasión, pero las que la prensa denomina purgas municipales en las últimas semanas me hace volver sobre ello.

Recordaba que una de las figuras más típicas, y lamentables, del siglo XIX español era la del “cesante”. El “cesante” era el funcionario que, según quien gobernase, era cesado en sus funciones, o recuperaba su puesto en la administración pública, una práctica que, aunque tenía precedentes de depuraciones absolutistas, se afianzó en España durante el reinado de Isabel II, tras el dominio del los Moderados y la alternancia en el poder con los Progresistas. 

La práctica consistía en que un empleado público al que se consideraba simpatizante de un determinado partido, era cesado por el partido contrario cuando alcanzaba el poder y, en el mejor de los casos, se le dejaba una parte del salario, mientras que se colocaba en su puesto a alguien de confianza. No se trataba de nombrar y contratar a asesores del propio partido, lo que se hacía, simplemente, era enviar a una especie de limbo legal a un funcionario con experiencia que había ejercido su trabajo con el gobierno anterior. Y, cuando había cambio de gobierno, la operación se volvía a repetir, en sentido contrario. Por eso la literatura costumbrista de la época incluía al “cesante”, prácticamente, como una categoría laboral.
            
La práctica de la cesantía funcionó hasta bien entrado el siglo XX, pese a que ya Antonio Maura denunció, en 1898, que la cesantía era una de las principales lacras de la administración española, puesto que el relevo provocaba retrasos y disfunciones en la rutina administrativa, además de ser un dispendio económico, ya que en muchas ocasiones se pagaba un salario a alguien al que no se le sacaba el rendimiento laboral para el que estaba preparado y facultado. Por eso, en el Estatuto de la administración pública de 1918, se reguló la inamovilidad del funcionario público, para mejorar el rendimiento de la administración y asegurar el funcionamiento independiente de los expedientes administrativos, ajenos a decisiones políticas.

Durante el franquismo la depuración ideológica volvió a ser práctica habitual y de forma radical: se dejaba en la más absoluta inopia al empleado depurado. Con la democracia, parecía que las depuraciones habían desparecido, pero, tristemente, la desconfianza hacia determinados funcionarios, en razón de sus simpatías políticas, retornaron en la década de los noventa del siglo pasado, y lamentablemente continúan. 


No tiene sentido. Lo lógico debería ser que, cuando hay un cambio político en las instituciones, los que hayan sido nombrados como cargos de confianza pongan su puesto a disposición del nuevo gobernante, pero no parece tan lógico que se cese a funcionarios de carrera, con experiencia, que ocupan puestos de responsabilidad ganados mediante una trayectoria funcionarial y, en muchos casos, en concurso público.


Y, además, creo que no es bueno imitar conductas que se han criticado con razón, que no hay que hacer lo que hicieron mal los otros, que hay que demostrar que hay otro talante a la hora de gobernar. 


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