En demasiadas ocasiones, cuando se oye hablar de la Constitución de Cádiz, asoma una veta localista que, en lugar de realzar la Carta Magna de 1812, la empequeñece.
Ya ocurrió cuando se estaba gestando la programación del bicentenario, por eso, a petición de Rafael Román, redacté un informe sobre la trascendencia internacional de la Constitución de 1812, en el que recordaba que la obra de Cádiz no es un hecho aislado en el panorama internacional, sino la manifestación hispánica de las transformaciones políticas, ideológicas y jurídicas que sacuden un amplio y convulso periodo de cambios en todo el mundo occidental.
Las Cortes de 1810 y la Constitución de 1812 son hitos históricos de similar calibre a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la Constitución de Filadelfia de 1787, la obra legislativa de la Asamblea Constituyente en Francia o la Constitución de 1791. La ruptura española de 1808, con sus semejanzas y sus diferencias al resto de revoluciones, daría como fruto, por un lado, el liberalismo doceañista con su emblemático texto constitucional, y, por otro, abriría la puerta a las independencias de las Repúblicas Iberoamericanas.
En ese sentido, la Constitución de Filadelfia de 1787, la francesa de 1791 y la de Cádiz de 1812, son elementos claves en el itinerario seguido en la lucha por la consecución de la Libertad, tres constituciones que propiciaron que los individuos dejaran de ser súbditos, vasallos, para convertirse en ciudadanos protagonistas de sus destinos. La Constitución de Cádiz, junto con la americana y la francesa, se enmarcan en la que se ha denominado Era de las Revoluciones, que dio lugar a modelos y contramodelos que determinaron, por imitación o por contraste, por influencia externa o por evolución interior, por acción, por omisión o por reacción, vías propias -americana, francesa, hispánica- en la crisis del Antiguo Régimen.
En el último cuarto del siglo XVIII y principios del XIX, el flujo de ideas, discursos, personas, bienes, textos y conceptos entre unos países y otros fue constante. Las relaciones geoestratégicas y la política exterior fueron factores determinantes del curso de los acontecimientos revolucionarios entre uno y otro continente, de manera que no puede olvidarse la colaboración francesa y española en la Independencia de los Estados Unidos de América, como no puede olvidarse la influencia de la revolución americana en la francesa, y de ambas en la española. El estudio de los procesos revolucionarios, y de las constituciones de ellas derivadas en las tres naciones, su entorno cultural, filosófico, político, literario, social o artístico, denotan semejanzas e influencias. Como, posteriormente, el análisis comparado demuestra la influencia de estas tres constituciones en otros movimientos revolucionarios en Europa y América.
Unos procesos de cambio político que implicaron también una transformación de las estructuras económicas y de las ideas sobre el dinero, el comercio, la fiscalidad y la riqueza, con la implantación del liberalismo. Al igual que las revoluciones de este periodo justifican a la vez un auge del internacionalismo revolucionario y un despertar del nacionalismo en cada país. Se cuestiona el orden colonial y el reparto geoestratégico del mundo, se altera la jerarquía de las potencias y se cuestionan las fronteras y las unidades políticas preexistentes, así como se alteran las alianzas internacionales y aparecen nuevos actores y nuevas fuerzas en el tablero de las naciones.
Por todo ello, hay que reconocer la importancia de los tres procesos revolucionarios que propiciaron la Constitución de Filadelfia de 1787, la Constitución francesa de 1791 y la Constitución de Cádiz de 1812, así como la ligazón ideológica y social que entre ellas se dio, fundamental en la transformación revolucionaria de cada una de sus sociedades, y del mundo occidental en general.
La importancia de las relaciones entre las tres constituciones, se trató en uno de los congresos doceañistas que organizamos en la UCA, sus resultados se publicaron en el libro Liberty, liberté, libertad..., editado en 2010, cuya portada ilustra este comentario.