miércoles, 3 de septiembre de 2014

Hoy, como ayer. Ramón y Cajal en Cádiz

Me envía mi amigo Salvador Luna la narración de Ramón y Cajal de su breve estancia en Cádiz y, leyéndola, no se puede evitar pensar que, en el trato al forastero, hay cosas que no han cambiado.

Licenciado en Medicina, Santiago Ramón y Cajal se incorporó a la Sanidad Militar. En 1874 fue destinado a Cuba y, para dirigirse a su destino, pasó por Cádiz. Esta fue su impresión:

"Provisto, pues, de mis cartas y recibida la paga de embarque, me trasladé a Cádiz, donde debía zarpar el vapor España con rumbo a Puerto Rico y Cuba.
(...)

La impresión que me produjo la tacita de plata, con sus casas blancas, sus calles aseadas, rectas, cruzadas en ángulo recto y oreadas por la brisa del mar, fue excelente. No fue tan grata la causada por los gaditanos. Acaso por mi aire de doctrino, que convidaba a la burla, o por el hábito consuetudinario de explotar sin conciencia al forastero, ello es que, en los dos o tres días pasados en la ciudad andaluza, sólo tuve desazones.
Ya, al salir de la estación, topé con una caterva de faquines y granujas que, sin hacer caso de mis protestas, repartióse instantáneamente mis efectos; y al llegar al hotel (recuerdo que era el Hotel del Telégrafo), se armó formidable trapatiesta sobre si éste llevó un paraguas, esotro una maleta, aquél un bastón y el de más allá creyó oír la orden de cargar con el baúl, adelantándosele un compañero... Poco menos que a empellones tuve que sosegar a aquella chusma, amén de repartir buen puñado de pesetas; y eso ante las barbas de los representantes de la autoridad, que lo tomaban todo a chacota.
Llegado el siguiente día, visité algunos comercios. Sorprendióme el escandaloso precio de las prendas de uso común: por un sombrero que en Madrid costaba veinticuatro reales, pedíanme en todas las tiendas cincuenta. Un compañero más avisado que yo me aclaró el enigma, informándome que los marchantes gaditanos estaban confabulados para saquear metódica y despiadadamente al forastero, singularmente al indiano, encareciendo hasta el doble el costo de las ropas, sombreros y artículos de viaje. En las calles, resultaba oneroso preguntar a un mirón o a un mozo de cuerda, porque a seguida alargaba la mano para cobrarse el servicio. Tan en las entrañas de aquella gente estaba la explotación inconsiderada del extraño, que hasta los mozos del hotel cobraban un tanto por ciento por cada viajero conducido a tiendas, cafés o casas de recreo. A las cuales me abstuve de asistir, recordando los regalos con que las gaditanas obsequiaron a Alfieri.

Para terminar con estas enfadosas socaliñas, referiré lo que me ocurrió al embarcarme. Ajusté un bote en el puerto para abordar el vapor, y hacia el comedio de la travesía, se me plantó en seco el patrón. Y dejando los remos, me dijo «que por reinar furioso levante debía yo, según tarifa, abonarle el doble por adelantado». A todo esto faltaba media hora escasa para la salida del trasatlántico. Exasperado por el cinismo del patrón y harto de sonsacas y burlas, fuime derecho al truchimán, y agarrándole por el cuello le grité con voz colérica: «¡O rema usted con toda su alma, o le rompo ahora mismo el bautismo!»... Por fortuna, al sentir las rudas caricias de mis puños, amansose el pillastre, tornando con ardor a la faena y murmurando «que todo había sido pura broma». El terrible levante se había desvanecido en un santiamén.

Supongo que, desde tan remota fecha, las cosas habrán cambiado mucho, y que las autoridades locales, celosas del buen nombre de la ciudad y atentas a la salvaguarda de sagrados intereses económicos, se habrán dado maña para desterrar tamaños excesos. Porque estas cosas, que parecen pequeñas, tienen suma transcendencia para la prosperidad de un emporio comercial. En cuanto a mí, quedé tan escarmentado, que jamás, ni aun habiendo pasado después varias veces en mis jiras andaluzas cerca de la patria de Columela, he sentido tentación de visitarla.

Hay abusos que no se olvidan jamás. Y no me extrañó cuando supe, años después, que casi toda la actividad comercial y marítima de Cádiz había sido absorbida por Barcelona, siendo poquísimos los barcos nacionales y extranjeros que hacían escala en aquella ciudad".
El muelle gaditano hacia 1870

1 comentario:

Anónimo dijo...

O de cómo la picaresca del pimpi es más antigua, dañina y perdurable de lo que creíamos. Ahora Cádiz debe tomar como escarmiento en cabeza ajena la turistificación de Barcelona, para evitar sus perversas consecuencias.