A principios de marzo acompañé a Marieta a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, donde iba a impartir una conferencia en el Salón de Grados. He vuelto en muchas ocasiones a la facultad en la que me licencié en Historia y al Salón en el que me doctoré, siempre con recuerdos más o menos agradables, pero en esta ocasión las sensaciones fueron distintas.
Cuando llegamos encontramos un cartel indicando que la conferencia se había trasladado al aula 16. Al entrar en el aula no pude evitar sentir una emoción especial, hacía cincuenta años que había estado en ese aula por última vez.
A comienzos de abril de 1975 se había decidido, en asamblea de estudiantes, celebrar el primer aniversario de la portuguesa Revolución de los Claveles en la facultad, con la mala fortuna de que, unos días antes, el profesor de Geografía nos anunció un examen para el 25 de abril.
El examen comenzó a las 8,30 y cuando llevábamos un buen rato comenzó a escucharse algún jaleo al que, con la concentración del examen, no prestamos mucha atención. Cuando lo terminé sobre las 12h, al abrir la puerta del aula 16, me encontré en el pasillo un grupo de la Policía Armada con porras y armas en las manos. Enfrente, Manolo González, entonces profesor de Historia Medieval, me llamó, junto a otros estudiantes que corrían por el pasillo, metiéndonos en su seminario, donde nos sentamos alrededor de la mesa y comenzó a hablar de historia -no recuerdo exactamente de qué.
Un grupo de policías irrumpió en el seminario y un sargento, sorprendido, preguntó, gritando, que qué haciamos alli; Manolo González con aparente calma, dijo que estábamos dando clase, lo que desconcertó a los policías. Recuerdo perfectamente la cara desencajada de uno que, con un fusil en las manos y muy nervioso, nos apuntaba. El sargento se dió cuenta de la situación y ordenó a dos compañeros que sacaran al policía, y a nosotros nos gritó que abandonáramos inmediatamente el seminario y saliéramos de la facultad.
Salí de la facultad con una compañera de clase que estaba muy nerviosa. El edificio estaba rodeado de policías controlando a los estudiantes, mi compañera, agarrada a mi brazo, temblaba, y a mi solo se me ocurrió acercarme a un agente joven, de gesto adusto, y preguntarle "por favor, ¿la estación de autobuses?", el policía bajó la cabeza -en ese momento me pareció que medía más de dos metros-, me miró fijamente unos instantes y, sin decir nada, nos indicó con el brazo la dirección del Prado de San Sebastián.
Cuando salimos del control policial, por lo jardines de Murillo, mi compañera, todavía nerviosa, me preguntó "¿cómo se te ha ocurrido preguntarle por los autobuses?", le dije que no lo sabía, y me respondió, "pues de buena nos hemos librado, mira", y me enseñó lo que llevaba en el bolso, propaganda de la Joven Guardia Roja..., le dije no sé qué improperio y nos separamos.
Todo ello me vino a la cabeza, de golpe, el 5 de marzo, cuando entré, medio siglo después, en el aula 16. Por cierto, en el examen saqué buena nota.