Recibo esta carta, escrita ayer, de mi amiga Eulalia que, por curiosa y por humana, reproduzco con su permiso y por si alguien puede ayudar.
Buenas noches Alberto.
Estoy indignada. Voy a empezar la
historia por el principio para puedas entender mi indignación.
Cuando yo tenía nueve meses entró
a trabajar en mi casa Ana Santos Camacho. Venía, como ocurría entonces, a
servir a la capital, desde su pueblo Algodonales. Había estado en otras casas y
entró a trabajar en casa de mis padres, a cuidar de la casa y de la niña de la
casa, pues por entonces solo había nacido yo, luego llegaron tres
niñas más. Nos cuidó con celo y dedicación, ha vivido por y para nosotras todos estos años. Como ella
dice solo le faltó parirnos, somos sus niñas. Siempre ha estado en casa, yo no
imaginaba la casa de mis padres sin ella.
Actualmente tengo cincuenta y
cuatro años, hace tres la llevamos a la Residencia “Dolores Castañeda” de San
Fernando. Esta residencia está dedicada a pacientes de Alzheimer, demencia
senil, ictus etc. Puedes imaginarte la tristeza que supuso para nosotras dar
este paso. Esta residencia la dirige Mari Pepa, si te digo la verdad no sé su
apellido, la conozco solo por su nombre. Una persona dedicada a los residentes
y sus familiares. Una mujer encantadora que siempre tiene un minuto para
escucharte y atenderte.
Hoy al ir a ver a mi tata, a
Anita, cuando he llegado a recepción me he encontrado un aviso que decía, “Las misas de las seis de los domingos quedan
suspendidas, porque el cura no puede
venir, tiene mucho trabajo”. He pensado. ¡Mucho trabajo! Se me ha pasado de
todo por la cabeza.
Yo no voy a misa, desde… ya ni me
acuerdo. Pero iba los domingos a acompañar a mi tata a misa. Era su ilusión, ir
los domingos a misa. La de ella y la de muchos de los abuelos y no tan abuelos
que hay allí. Ellos por su enfermedad no
pueden ir a una misa en otro lugar. Me acordé del sermón tan bonito y
tan sentido que nos dio el sacerdote el último domingo. Nos hablaba de que la
iglesia era como la cocina de una casa, en la que la madre se pone el mandil para cocinar y cuidar con cariño a
sus hijos. Que así debíamos nosotros ponernos el mandil del cristiano y cuidar
y atender las necesidades de nuestros semejantes los que tenemos cerca y que
sufren. Tan completo fue el sermón que en cartulina nos dio un mandil pequeñito que pongo al final de esta
carta.
Este sacerdote, por teléfono, el
martes le dijo a Mari Pepa que no podía ir a más a dar misa porque tenía mucho
trabajo. Mari Pepa ha movido cielo y tierra y no ha conseguido encontrar un
sacerdote dispuesto a dar una misa en el centro. Me pregunto. ¿Cristo no predicaba,
aquello de cuidar del enfermo y consolar al que sufre, base de la religión
cristiana? ¿Cómo es posible que no haya
un solo sacerdote dispuesto a dar una misa en un sitio donde la enfermedad y el
sufrimiento es algo cotidiano?
En un centro así hay tristeza,
pero también mucha alegría. La que te proporciona ver como se les iluminan los
ojos cuando los visitas, cuando les coges la mano, cuando les das un beso. Como decía uno de los
protagonistas en "El hijo de la novia", ellos no recuerdan quiénes son pero
nosotros sí. Sabemos quiénes son, lo que han significado y significan para
nosotros.
¡Estoy indignada! Pero como el
sentido del humor no hay que perderlo ni en las peores circunstancias, al final
vamos a tener que hacer como en la película. Buscar un familiar que se disfrace
de cura y dar la misa. Eso sí en vez de ostias daremos unas galletitas de
comunión y un buen vinito dulce. Parece ser que el último
sacerdote ha colgado el mandil.
Eulalia Robles Rábago
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