Una de las figuras más típicas, y lamentables, del siglo XIX español era la del “cesante”. El “cesante” era el funcionario que, según quien gobernase, era cesado en sus funciones, o recuperaba su puesto en la administración pública. A partir de la mayoría de edad de la reina Isabel II, tras el dominio del los Moderados y la alternancia en el poder con los Progresistas, se implantó este viciado sistema por el cual un funcionario afín o al que se consideraba simpatizante de un determinado partido, era cesado por el contrario cuando alcanzaba el poder y, en el mejor de los casos, se le dejaba una parte del salario, mientras que se colocaba en su puesto a alguien de confianza. No se trataba de nombrar y contratar a asesores del propio partido, lo que se hacía, simplemente, era enviar a una especie de limbo legal a un funcionario con experiencia que había ejercido su trabajo con el gobierno anterior. Y, cuando había cambio de gobierno, la operación se volvía a repetir, en sentido contrario. Por eso la literatura costumbrista de la época incluía al “cesante”, prácticamente, como una categoría laboral.
La práctica de la cesantía funcionó hasta bien entrado el siglo XX, pese a que ya Antonio Maura denunció, en 1898, que la cesantía era una de las principales lacras de la administración española, puesto que el relevo provocaba retrasos y disfunciones en la rutina administrativa, además de ser un dispendio económico, ya que en muchas ocasiones se pagaba un salario a alguien al que no se le sacaba el rendimiento laboral para el que estaba preparado y facultado. Por eso, en el Estatuto de la administración pública de 1918, se reguló la inamovilidad del funcionario público, para mejorar el rendimiento de la administración y asegurar el funcionamiento independiente de los expedientes administrativos, ajenos a decisiones políticas.
Recuerdo la figura del cesante cuando hay cambios políticos en España. Es lógico que, cuando haya alternancia política en las instituciones, se cese a los cargos de confianza y los asesores nombrados por el anterior gobernante, para nombrar otros afines a quienes han ganado democráticamente el gobierno de una institución. Pero no parece tan lógico que se cese a funcionarios de carrera que ocupan, u ocupaban, puestos de responsabilidad ganados, además, en concurso público. Hay varios ejemplos en el ayuntamiento gaditano; el último, es el de Antonio Cabrera, al que en su reincorporación a la administración municipal se le ha destinado a la Biblioteca Municipal. Como ya escribió José Antonio Hidalgo en estas mismas páginas, un funcionario de su capacidad, que ha sido Gerente de la Fundación Gaditana del Carnaval, gestor de la Regata del 92, organizador de muchos eventos públicos en Cádiz, es un dispendio de capital económico y humano destinarlo a una biblioteca, donde, por cierto, sólo debería contarse con personal cualificado para dicha función.Publicado en Diario de Cádiz, 1 de octubre de 2011
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